Adolfo Sánchez Vázquez, la crítica de la metafísica y la ética comunista-Néstor Kohan

Adolfo Sánchez Vázquez, la crítica de la metafísica y la ética comunista -Néstor Kohan

 

El despertar de una pesadilla dogmática

 

Adolfo Sánchez Vázquez representa para nosotros mucho más que un nombre prestigioso en el ámbito de la filosofía o las ciencias sociales. Parafraseando a un viejo conocido en las aulas universitarias, leer su obra “me despertó de un sueño dogmático”. Comencé a estudiarlo sistemáticamente a inicios de los años ’90, cuando muchos anhelos, no pocas esperanzas y más de una certeza emancipadora se desgranaban sin gloria ni honor pero con mucha pena, desde aquella maciza mole de ladrillos ubicada en el barrio de Berlín hasta la rebeldía sandinista que había logrado acompañar a la revolución cubana durante una década. En un contexto donde imperaba “el desierto de lo real”, el neoliberalismo más ramplón y la llamada “crisis del marxismo”, nos sentíamos angustiados y solos. Mientras tanto, los principales ejecutores militares del genocidio argentino salían en libertad, desafiantes, amnistiados por un caudillo populista, conservador y neoliberal al mismo tiempo, que se inclinaba sumiso ante el imperio del norte vanagloriándose de sus “relaciones carnales” (sic) con los militares y el capital financiero de Estados Unidos.

Ante el estupor de esos años grises y mediocres con los que se abría la década, de la mano y el acompañamiento de mi maestro (amigo de mi padre), el pensador marxista argentino Ernesto Giudici (partidario de una versión no académica de la filosofía de la praxis condensada en dos libros Alienación, marxismo y trabajo intelectual y Carta a mis camaradas: El poder y la revolución) intentábamos explicarnos qué estaba sucediendo. Frente a semejante desconcierto, queríamos poner un mínimo de orden mental a la desbandada ideológica y a la retirada en tropel que antiguos fanáticos izquierdistas y dogmáticos de salón, por entonces conversos, promovían en las aulas universitarias y en las revistas políticas de Argentina y el cono sur. Contábamos con pocos alicientes.

El profesor José Sazbón, exiliado en Venezuela durante los años de la dictadura militar argentina, era uno de los pocos, por no decir el único, que en la Universidad de Buenos Aires continuaba insistiendo con autores tan inasimilables al clima de época como Lukács, Althusser, Benjamin. León Rozitchner, otro resistente en soledad que igualmente se había exiliado en Venezuela en tiempos del genocidio, se mantenía firme en la reflexión freudomarxista muy a su estilo, provocador, singular e irrepetible. Desde el exterior de nuestro país James Petras, con ese estilo iconoclasta, ácido e incisivo tan característico de su prosa, impugnaba la conversión masiva de antiguos marxistas en socialdemócratas y neoliberales. No se trataba, decía Petras, de “post marxistas” sino de… ex marxistas. Algo similar afirmaba, en un tono quizás más diplomático, Atilio Boron.

En ese horizonte tan mezclado y enmarañado, donde padecíamos un aislamiento intelectual de proporciones, nos sumergimos durante algunos años en el estudio sistemático y semanal de El Capital mientras impugnábamos a nuestros antiguos profesores de filosofía —quienes por entonces ejercían su macartismo a través de la desabrida filosofía analítica— por haber apoyado con entusiasmo la sangrienta y genocida dictadura militar del general Videla que destruyó a sangre y fuego la Universidad de Buenos Aires, sus docentes, sus estudiantes, sus bibliotecas, sus editoriales y su antiguo prestigio continental.

A la distancia y a través de correspondencia postal (en papel, previa a la vía electrónico-digital) Michael Löwy nos servía como referencia en las lecturas del marxismo heterodoxo del Che Guevara mientras nuestro maestro Giudici corregía nuestro primer libro en el cual pretendíamos explicar la conversión religiosa que en beneficio de la socialdemocracia y el neoliberalismo había dejado vacante la crisis terminal del materialismo dialéctico (DIAMAT) de inspiración soviética.

En ese asfixiante contexto nos “chocamos” con la obra de don Adolfo Sánchez Vázquez. Fue una bocanada de aire fresco, un manantial en medio del desierto. Una sonrisa sincera en medio de tantos rostros cínicos e hipócritas. Conjunción de rigor científico y filosófico, entereza ética y profundidad teórica. Se trataba de Marx, sí, pero ya no el Marx disecado de vetustos manuales que no seducían ni enamoraban a nadie. El Marx que nos acercaba Sánchez Vázquez nos permitía intervenir en nuestro campo intelectual, cuestionar a nuestros antiguos profesores, encarar los nuevos debates del momento, releer El Capital poniendo el énfasis en la metodología de la dialéctica histórica y sobre todo abandonar las pretensiones cosmológicas de una metafísica que bajo el pretexto que querer explicarlo todo, no explicaba absolutamente nada, dejando como secuela un vacío existencial que vendría a ser llenado en las capas medias por el pragmatismo desenfrenado de los yuppies neoliberales y en los segmentos populares por la autoayuda y las religiones salvacionistas.

Así, de improviso, llegó a nosotros Sánchez Vázquez. Lo conocimos a través de editorial Grijalbo y de la revista Casa de las Américas. Su lectura nos permitió reordenar la confusión, poner orden en el caos que estábamos viviendo, sintiendo y pensando. Y nos ayudó a repensar la revolución cubana, pues en la misma época nos encontramos con Fernando Martínez Heredia y los restos arqueológicos, escondidos en viejas librerías de usados de La Habana, de la revista Pensamiento Crítico, tan diferente al quinquenio gris que se apropió de las ciencias sociales en la isla caribeña.

A partir de allí nos dedicamos algunos años, luego de estudiar los diversos tomos de El Capital, a leer sistemáticamente la obra de Sánchez Vázquez, acompañados por José Sazbón, entrañable ratón de biblioteca que aunque se había formado en la filosofía francesa (de Althusser a Lacan, de Foucault a Levi-Strauss) seguía de cerca y con atención nuestras incursiones en Gramsci y en Sánchez Vázquez. No ocultaba su distanciamiento por la dirección de nuestros estudios y así nos lo hacía saber, pero lo toleraba y acompañaba. Y entonces llegó la posibilidad de viajar a México y la UNAM, conocer personalmente a Sánchez Vázquez, a Gabriel Vargas Lozano, a Dora Kanoussi, a Neus Expresate, a Alejandro Gálvez Cansino y más tarde a Pablo González Casanova, a Gilberto López y Rivas y a Heron Escobar, hacernos con una voluminosa cantidad de números de Dialéctica y Cuadernos políticos, textos de Grijalbo, ERA y la colección “teoría y praxis”, así como empaparnos de los debates marxistas mexicanos que tanto habían marcado al exilio argentino de los ’70, donde algunos de nuestros profesores se habían desplazado del marxismo a la socialdemocracia, vía el eurocomunismo. En esos viajes lo visitábamos y nos metíamos en esa inmensa biblioteca de rememoraciones borgianas que era su departamento donde para poder ir al baño había que sortear varias pilas de libros de las temáticas más variadas

Analizado a la distancia, Sánchez Vázquez, y en particular su Filosofía de la praxis, nos permitieron enfrentar el vendaval neoliberal y posmoderno de los años ’90. Aunque aislados, con sus libros nos sentíamos menos solos. Quizás sin saberlo, como seguramente habrá hecho con tantos otros lectores y lectoras, don Adolfo nos permitió ir elaborando una mirada propia sobre Marx, El Capital y el marxismo latinoamericano que nos acompaña hasta el día de hoy. De su mano recorrimos la editorial-colección “Teoría y praxis” y con ella nos fuimos formando, conociendo autores formidables como Jindrich Zeleny, Karel Kosik y tantos otros pensadores rebeldes que en Buenos Aires escaseaban cuando no eran, simplemente, ilustres desconocidos, por estudiantes y por profesores.

Al final de esa década tan cruel, tan mediocre, tan acomodaticia y oportunista, nos dimos el lujo, incluso, de compilar trabajos suyos y editarlos en Buenos Aires en un libro que luego le regalamos, publicado, por una editorial pequeña sintomáticamente titulada “Tesis 11”.

Es por ello que volver ahora, más de veinte años después, a revisitar su obra nos llena de alegre nostalgia (de ningún modo melancólica ni tanguera), de “saudade” como suelen decir nuestros hermanos brasileros, de placer y calidez en el recuerdo que rememora al maestro que tanto nos ayudó, a la distancia, a disipar nuestras angustias juveniles, nuestras búsquedas desesperadas de un marxismo renovado, abierto, crítico y revolucionario, tan distinto del que se derrumbaba sin heroismo pero con mucha tristeza con el muro de Berlín.

 

 

Un marxismo incómodo y a contracorriente

 

 

A la hora del balance, ¿cómo caracterizar la dirección principal de la obra de Sánchez Vázquez? Creemos no equivocarnos al identificar un blanco privilegiado en sus múltiples polémicas, ensayos, cursos, artículos y libros. La prolongada obra de Sánchez Vázquez elige polemizar con lo que en su momento se consideró “el marxismo oficial”, la versión canonizada en los países del este europeo, autodenominados “socialismo real”. Y elige ese interlocutor principalmente por dos razones.

La principal es que aquella versión del marxismo, que se hundió con el muro del Berlín desprestigiando durante décadas todo impulso revolucionario anticapitalista, constituía en aquella época el principal obstáculo que impedía renovar y profundizar los intentos por saltar más allá del capital. Al monopolizar la noción de supuesta “ortodoxia”, ese corpus teórico que pretendía tener respuestas para todo, había perdido todo atractivo para la juventud rebelde, para la clase trabajadora, para los movimientos emancipadores. Era mucho más una carga pesada y más bien inútil que había que llevar en la espalda que un impulso vital que nos empujara hacia delante. Quizás por eso, interesado en renovar el socialismo —como también lo estuvo György Lukács en el este europeo— Sánchez Vázquez encontró como principal obstáculo el conjunto de saberes, con pretensiones sistemáticas, que por lo menos hasta mediados de los ’60 continuaba juzgando y distribuyendo premios y castigos a las diversas corrientes marxistas, según se sometieran o no a la oscilante política exterior del estado soviético.

La segunda razón, ya más de índole personal, muy probablemente haya tenido que ver con que el joven Sánchez Vázquez se formó en esa constelación cultural. Polemizar con el ella implicaba un diálogo crítico interno, una reflexión sentida y encarnada con su propio pasado y una conjuración de sus propios fantasmas. Se trataba, en última instancia, de un balance interno de su propio pensamiento. Sánchez Vázquez no criticaba “desde afuera”, desde lejos, asumiendo la pose cómoda de un observador neutral, cómodamente refugiado en las editoriales, fundaciones o alguna otra institución del sistema capitalista ni tampoco fascinado por “el último grito” prestigioso de alguna academia consagrada. No, de ningún modo, su reflexión sistemática, prolongada a lo largo de décadas, fue una crítica desde adentro. Un impulso demasiado análogo al de Mariátegui, Gramsci, Lukács y el Che, quienes a través de distintas vías, gestos y modalidades se esforzaron por analizar, criticar, trastocar, desmontar y modificar una supuesta “ortodoxia marxista” para mejorar los proyectos socialistas y volverlos más atractivos, más sugerentes, más profundos y radicales, no para demolerlos y enterrarlos como fue el caso de algunos conversos y renegados. Entre José Carlos Mariátegui y Eudocio Ravines, entre Antonio Gramsci y Karl Popper, entre György Lukács y Leszek Kołakowski, entre Ernesto Che Guevara y Regis Debray, entre Fernando Martínez Heredia y Cabrera Infante, entre Adolfo Sánchez Vázquez y Ludolfo Paramio o Bernard-Henri Lévy existe un océano inconmensurable. Las críticas a la “ortodoxia” marxista y comunista son desplegadas, en el caso de cada uno de estos exponentes, desde ángulos diametralmente antagónicos. Unos citican por izquierda con la intención de mejorar, cambiar, perfeccionar, democratizar y radicalizar siguiendo las pistas rebeldes, por un momento olvidadas, de Marx. Los otros, en cambio, arremeten contra el marxismo, el socialismo y el comunismo para deslegitimar la lucha revolucionaria, para relegitimar el capitalismo y revertir hasta las más inofensivas y mesuradas reformas. Siempre a cambio de un puestito bien rentado, recibiendo una palmadita en la espalda y el aplauso de la gran prensa capitalista.

Conviene entonces no confundir el ángulo y la perspectiva. El marxismo critico de Sánchez Vázquez es un marxismo de izquierda. Sus advertencias, lúcidas, críticas, por momentos amargas, buscan remover la modorra, reencontrar la senda revolucionaria y reencauzar los procesos de emancipación, no desandar el camino de la rebeldía ni arrepentirse de haberse alzado contra al amo, como sugeriría cualquier renegado.

Esa notable asimetría e incluso antagonismo entre dos maneras opuestas de encarar la reflexión enfrentaron a Sánchez Vázquez, por un lado, incluyendo sus críticas a la URSS burocratizada, sus cuestionamientos al realismo socialista, su desmonte de la metafísica del DIAMAT, etc., con aquellos otros que eligieron encolumnarse en la franja eurocomunista arrepentida en la segunda mitad de los años ’70, redescubriendo (fuera de época) las maldades del Gulag, la burocracia en Polonia y las inocultables dificultades teóricas del marxismo althusseriano. Los antiguos fanáticos y dogmáticos devenían conversos y macartistas. Frente a todos ellos Sánchez Vázquez mantuvo la cabeza en alto. No se doblegó frente al dogma pero tampoco compró las ofertas baratas del neoliberalismo. Supo tener la valentía de caminar a contracorriente y construir un marxismo crítico, reivindicando y editando en español a marxistas heréticos y de izquierda. Lo hizo con un estilo sereno, sin obras escandalosas, imposturas ni gestos provocadores (esos que tanto le gustaban a Louis Althusser y a sus discípulos más jóvenes). No se trataba de ganar notoriedad ni llamar la atención sino de algo mucho más importante y acuciante, mantener viva la llama del comunismo en una época de contrarreforma cultural a escala planetaria.

 

 

Una concepción materialista de la historia sin metafísica

 

 

En la principal tarea crítica que desarrolló, centralmente durante la década del ’60, quizás la más productiva en cuanto a la originalidad de sus tesis, el objeto a desmontar tenía nombre y apellido. Se trata del materialismo dialéctico: DIAMAT en la jerga de los manuales soviéticos. Aquella misma metafísica que Antonio Gramsci, tomando como pretexto el manual de Bujarin, desarmó a lo largo de todo el cuaderno Nº11 de los Cuadernos de la cárcel.

En el caso específico de Sánchez Vázquez muy probablemente comienza a desarmar el paquete filosófico construido con ese nombre tras la muerte de Marx2, primero centrándose en las ideas estéticas de Marx, luego desplazando el núcleo categorial marxiano desde la “materia” a la noción de “praxis” y finalmente prolongando su reflexión sobre la enajenación como eje central en la conformación del corpus teórico marxiano3.

La principal impugnación contra el DIAMAT gira en torno a su intento de “ontologización” del marxismo, operación mediante la cual se pretendió transformar la  teoría de la lucha de clases, la filosofía de la praxis y la concepción materialista de la historia en una cosmología naturalista con leyes y categorías metafísicas de rango universalizante, al margen del tiempo y el espacio.

Si en la historia profana del marxismo Marx comenzó desarrollando una crítica demoledora del mercado capitalista y sus instituciones sociales de explotación, primero en los Manuscritos de 1844 y La Ideología Alemana, luego en los Grundrisse y finalmente en El Capital, a posteriori Engels, tanto en el Anti-Dühring, como en su Dialéctica de la naturaleza, prolongado más tarde por Plejanov, Kautsky, Stalin y otros, culminaron la secuencia e invirtiendo la ecuación transmutaron al marxismo en una cosmología naturalista y metafísica de la cual se deducía y aplicaba al ámbito humano, como un caso particular y específico, la lucha de clases y la concepción materialista de la historia4. Lo que históricamente había sido la base fundante –un saber crítico sobre la historia humana- se transformaba en un resultado y un efecto secundario y subsidiario de un saber con pretensiones metafísicas.

El eje principal de la crítica filosófica de Sánchez Vázquez a esa transmutación operada al interior de la tradición marxista se ubica, desde nuestra perspectiva, en ese ángulo crítico que hoy se puede aceptar o no, pero que en su época supuso un verdadero terremoto político pues dinamitaba desde adentro las certezas más sagradas de la cultura filosófica oficial en los países del este europeo, tal como ésta había sido sancionada y prolongada de manera ininterrumpida desde el VI Congreso de la Internacional Comunista de 1928 por intermedio de Nikolai Bujarin.

Esta oposición de Sánchez Vázquez a la “ontologización” de la filosofía marxista muy probablemente haya respondido al rechazo y cuestionamiento de cierto quietismo político y determinada pasividad cultural que dicha ontologización presuponían y legitimaban en el terreno de la batalla de las ideas. Sánchez Vázquez utilizó para resumir ese cuestionamiento una expresión apretada pero sintomática. La denominó “esclerosis”. Si en el caso de Gramsci se trataba, durante los años ’30, de superar la derrota sufrida en Europa occidental a manos del fascismo, treinta años después y en otro continente, superar la ontologización que se proconizaba en el Este presuponía poner el día al marxismo latinoamericano para que pudiera afrontar las nuevas batallas de una cultura renovada que durante los años ’60 desafiaba su anterior hegemonía.

Fuera del DIAMAT soviético, pero dentro de la familia marxista, quien intentó con mayor rigor y sistematicidad construir una ontología marxista del orden social, centrada en la praxis laboral, fue Lukács en su etapa de madurez, casi en la misma época en que Sánchez Vázquez desmontaba las raíces del DIAMAT5.

A diferencia de sus escritos juveniles, donde celebraba con entusiasmo nada disimulado la revolución bolchevique y desplegaba una auténtica epopeya filosófica que saludaba y alentaba la ofensiva generalizada de la época heroica de la Internacional Comunista bajo el liderazgo de Lenin, y en los cuales Lukács priorizaba la historia por sobre la naturaleza, la praxis por sobre la materia, la iniciativa roja, comunista y leninista, por sobre el reino gris de las “condiciones objetivas”, la actividad revolucionaria crítico-práctica y la unidad sujeto-objeto por sobre la sedimentación social de las instituciones6; en la madurez la sinfonía desacelera su tono de marcha triunfal mientras Lukács –sin jamás traicionar su perspectiva comunista- intenta reformar desde adentro las sociedades poscapitalistas del este europeo volcando sus mejores esfuerzos intelectuales en lograr comprender mediante una sofisticada ontología social esa curiosa “resistencia” que las instituciones sociales mostraban frente a los embates de la subjetividad revolucionaria7.

Aunque fuera formulado con una rigurosidad envidiable, una lucidez meridiana y una erudición apabullante, el prólogo que Lukács antecede en 1967 a su propia obra juvenil de 1923 no puede ocultar que el impulso filosófico que en ese momento el pensador húngaro pretendía condensar ya no apostaba a promover la revolución generalizada y mundial que la Internacional Comunista impulsaba en los tiempos de Lenin sino más bien una reforma interna de las sociedades del este europeo, tras la crisis del stalinismo y el estancamiento de la Unión Soviética.

En la misma época y prácticamente en el mismo año Sánchez Vázquez encara una renovación análoga de la filosofía marxista pero desde otras coordenadas sociales, históricas y políticas muy diferentes a las del pensador húngaro, de por sí angustiantes y complejas (cabe recordar y destacar que Lukács nunca aceptó “pegar el salto” y caer en los brazos “cariñosos” del occidente capitalista donde lo hubieran recibido, si hubiera renegado, como un Premio Nobel y con todos los aplausos imaginables de la farándula académica, prefirió en cambio morir batallando con paciencia y con honor por la reforma del comunismo en las condiciones más difíciles).

A diferencia del emprendimiento ontológico del Lukács maduro, Sánchez Vázquez escribe desde América Latina, bajo el impulso irreverente de la revolución cubana, en plena ofensiva insurgente continental y en un clima donde el grueso de la militancia revolucionaria latinoamericana se vuelca, por izquierda, a superar los límites de los partidos comunistas tradicionales. Sin deducir mecánicamente ni caer tampoco en un vicio vulgarmente sociologista que deduciría una tesis filosófica de rango general de una situación política históricamente determinada y coyuntural, resulta difícil no visualizar que el “clima político” en el cual Sánchez Vázquez encara una crítica radical de la ontologización del marxismo resulta llamativamente diferente de la órbita cultural que en el este europeo rodeaba y de la cual se nutría el viejo Lukács.

Pero no sólo llama la atención el énfasis antimetafísico y la crítica incisiva de toda ontologización del marxismo que encara Sánchez Vázquez en su Filosofía de la praxis en comparación con la obra madura de Lukács redactada en la misma época.

Al mismo tiempo debería tomarse en cuenta su crítica antimetafísica volcada hacia los escritos heideggerianos (por entonces convertidos en liturgia sagrada y fuente de inspiración por gran parte del posmodernismo y sus aliados), tanto los centrados en Ser y tiempo como los que merodeaban en torno a su famosa Carta sobre el humanismo8.

Haciendo un balance retrospectivo y de conjunto, el hecho de que Sánchez Vázquez prolongara la crítica de la ontologización y de la metafísica no sólo al interior de la familia marxista sino también frente a un autor adversario del marxismo nos habla a ciencia cierta de un énfasis que va más allá de una coyuntura específica históricamente determinada y que marcará a fuego los nervios centrales de su nueva manera de comprender la filosofía marxista centrada en la praxis.

 

 

La filosofía más allá de las modas y la farándula

 

 

Cuando en la pluma de Sánchez Vázquez el marxismo disuelve su cristalización ontológica (que tanta seguridad otorgaba a sus esquemas evolucionistas etapistas, a sus pretendidas “leyes de hierro”, incluso a sus profecías y vaticinios nunca cumplidos de un supuesto e ineluctable derrumbe fatal del sistema), aparece como contrapartida ineludible la tentación del azar y el vacío. Precisamente ese fue el camino elegido por los escritos tardíos de Louis Althusser, cuando cansado ya y agotado de su ultradeterminismo sobredeterminado de factura estructural de los años ‘609, da paso después de su Elementos de autocrítica10, sin mayores trámites ni explicaciones, a su extremo diametralmente opuesto, el “materialismo aleatorio”11, el llamado un tanto pomposamente “materialismo del encuentro” y en última instancia al azar sin racionalidad histórica posible, donde el autor de Para leer «El Capital» terminaba rendido y cediendo a la teoría de la historia de Michel Foucault y sus supuestas “capas geológicas” que se sucederían unas a otras sin continuidad alguna y por tanto sin posibilidad de ejercer una  mínima racionalidad comprensiva de la historia humana12.

Quien mejor describió ese desvío confuso y desbocado, sin rumbo ni brújula pero no por ello menos seductor, maquillado equívocamente de “filología marxista estricta”, fue Perry Anderson al explicar el tránsito del eurocomunismo occidental y sus fallidas elucubraciones filosóficas que pasaron saltando frívolamente, como quien jugara a la rayuela, de un determinismo rígido y una historia “sin sujeto” a un azar puro y un nihilismo extremo13.

A diferencia de Louis Althusser y de toda su escuela, que ante el horror del vacío subrepticiamente se fueron desplazando hacia fuera del marxismo14, dando pie a la proliferación de todo un rosedal de metafísicas “post”15, la reflexión crítica de Sánchez Vázquez logró eludir semejantes cantos de sirena poniendo en discusión dos desvíos que terminaban en callejones sin salida: (a) el eticismo abstracto o humanismo genérico y (b) el cientificismo althusseriano.

Sin la muleta metafísica y con su cristalización cosmológica notoriamente diluida, la filosofía marxista de la praxis en la relectura de Sánchez Vázquez no necesitaba llenar “el vacío ontológico” ni apelando a esencias inmutables ni tampoco recurriendo a supuestos cortes epistemológicos ni a escobas que barrieran fuera de la teoría de la lucha de clases cualquier ideología.

Para eludir el primer camino que no era más que un falso atajo, Sanchez Vázquez elaboró su reexamen en profundidad de los Manuscritos de 1844 y de los materiales previos que le sirvieron a Marx para redactarlos16. Allí Sánchez Vázquez desestructuraba cualquier tentación metafísica al interior del marxismo que remitiera la crítica del dinero, el mercado y el capital a una supuesta “esencia humana” transhistórica (como años después intentarán hacer varios pensadores jesuitas del Vaticano romano) o a cualquier ética normativa, deontológica, esquemáticamente apriorística (como ensayarán tiempo después diversas escuela del marxismo analítico).

Para saltar los obstáculos del segundo desvío Sánchez Vázquez ensayará una crítica pormenorizada del cientificismo althusseriano cuando éste estaba en pleno auge17, atacando de lleno la piedra filosofal sobre la cual, años después, estructurarán sus catedrales las metafísicas del  posmarxismo, posmodernismo y posestructuralismo.

De modo que el demoledor cuestionamiento de la infundada e insostenible ontologización metafísica del marxismo no condujo al autor de Filosofía de la praxis ni por las arenas movedizas del desierto nihilista ni por los laberintos, los juegos de espejos y los espejismos del lenguaje del posestructuralismo, ambas tendencias hegemónicas y predominantes durante la ofensiva neoliberal y posmoderna.

Quizás lo que pudo salvar a Sánchez Vázquez de ambos despistes es haber reflexionado sobre un subsuelo firme y preciso, no asentado en las alfombras de la academia parisina sino en los territorios menos elegantes pero más radicales del marxismo latinoamericano (los mimos que nutrieron las herejías de Mariátegui). Ámbito desde donde acompañó en el terreno específico de la filosofía la ofensiva popular impulsada por la revolución cubana que, a diferencia del marxismo occidental, no se distanció del objetivismo metafísico a partir de una derrota sino a partir de una victoria. Victoria popular que fue acompañada por el marxismo praxiológico de Sánchez Vázquez sin caer jamás en las simplificaciones caricaturescas y militaristas de Regis Debray sino más bien desde un ángulo mucho más equilibrado que el del intelectual francés y no por ello menos radical como fue el de Ruy Mauro Marini18.

 

Frente al pragmatismo del “hombre mediocre” 

una ética comunista para el siglo XXI

 

 

Amante de los libros y no de las riquezas, nuestro viejo, entrañable y querido maestro deja sin embargo una herencia incalculable. No en acciones de bolsa, papeles de deuda, bonos del tesoro o acciones de empresas, sino en una cantidad incalculable de jóvenes, estudiantes, discípulos y discípulas, militantes rebeldes todos ellos y ellas de las latitudes más disímiles del mundo. ¿Qué herencia más rica que esa? Su comunismo constituye la antítesis del “hombre mediocre” que tanto vituperaba y despreciaba José Ingenieros.

Sánchez Vázquez trató de mantener vivo y en gran medida logró reavivar lo más noble y sagrado del marxismo comunista y de la revolución. Supo pararse firme y no ceder a las modas, cambiantes, efímeras, volátiles. Enfrentó y discutió, con respeto pero sin concesiones, tanto al dogmático y burocrático “realismo socialista” como al laxo “humanismo sin fronteras” de Roger Garaudy19, el “antihumanismo teoricista” de Althusser20 y todo su derivado “post” que intentó, infructuosamente dar por muerto a Marx más de una vez21, la seudo rigurosidad de la filosofía analítica22, el eurocentrismo23 y lo más rancio y oxidado de la metafísica soviética24.

Frente a semejante ramillete de oponentes, disputas y debates, Sánchez Vázquez nunca perdió el rumbo ni se dejó llevar por los intereses ni los estilos de interlocutores tan variados. Tan prolífico, tan variado, tan erudito, propuso y desarrolló sin embargo  una coherencia digna de admiración construyendo un marxismo abierto, crítico, rebelde, radical y comunista, centrado no en las burocracias sino en la praxis creadora, en el carácter irremediablemente libertario del proyecto emancipador y, fundamentalmente, en la ética comunista.

Ética comunista que atraviesa el corazón de todo el marxismo de Sánchez Vázquez, como también le sucedió a su admirado Che Guevara, a quien el autor de Filosofía de la praxis le dedicó varios trabajos e intervenciones, llegando a clasificar algunos de sus trabajos teóricos como “clásicos del marxismo a nivel mundial25.

Esa ética comunista que nos dejaran Sánchez Vázquez y Ernesto Guevara, hay que reivindicarla con nombre y apellido, con orgullo y con honor. Sin ella o prescindiendo de ella en nombre del “realismo” y del “pragmatismo”, difícilmente podremos enfrentarnos a nuestros enemigos de siempre.

 

Buenos Aires, barrio del Once, 31 de agosto de 2015